Corría el año del Señor de 1603, y a cinco días del mes de enero, se constituyó el Cabildo de la muy fiel Habana, por favor de Su Majestad Felipe III, e invocando el nombre sacrosanto de María. Y tuvo la palabra el regidor Juan Recio: “Yo pido a los señores aquí presentes que disimulen lo encrespado de mi ira. Pero no es para menos. ¡Porque esto es el desmadre, señores! !Sólo en tres o cuatro lugares de esta San Cristóbal de La Habana se construyen las casas en línea recta! ¡Y el relajito ha de ser en orden! ¡Por eso pido se ponga nombre a las calles, para que se sepa dónde se han de hacer las casas!”
La petición del airado Regidor tendría cumplida respuesta. Ah, pero no fue ningún bando, ordenanza, ni otra disposición gubernamental la que fijase los nombres de las calles habaneras. El pueblo, con su mezcla de caos y poesía, se ocupó de tamaño asunto.
La calle donde el joyero hizo un anillo con maestría, el escribano redactó cartas de amor a terceros y el zapatero remendó alpargatas... lleva por nombre Los Oficios.
Así, la denominación de las calles habaneras viene por un frondoso árbol de Aguacate, un Alambique que calmaba la sed de los vecinos, una Zanja necesaria en aquel primer acueducto de Las Américas, que surtió a La Habana por más de 240 años.
Increíblemente, la calle Gervasio no recuerda a ningún gobernador, literato o político, sino al jardinero que sembró en Cuba el primer mango. Sí, a las calles se les puso nombres, pero no con la seriedad y el rigor que pedía Juan Recio en el Cabildo.¿Un ejemplo? Pues la calle Refugio. Sucede que un día merodeaba por aquel paraje, nada menos que el Capitán General Ricafort. Le sorprendió un aguacero intempestivo, y lo albergó en su casa durante el chaparrón, una tal viuda de Méndez.
El gobernador siguió frecuentando la dulce guarida, a despecho de lo que murmuraban las malas lenguas. Aquel había sido su “Refugio” y como tal quedó el nombre de la callejuela. El Historiador de la Ciudad de La Habana, Emilio Roig de Leuchsenring, comentó en una ocasión que del mandato: ¡Qué le pongan nombres a las calles! se iba a ocupar el pueblo. Y para cumplirlo le bastó el encanto, el atractivo, la poesía y el interés folclórico de donde nacería la nomenclatura de la ciudad.