El azúcar es blanca, parda y prieta; así también es el cubano, afirma el poeta Pablo Armando Fernández. La Habana es una ciudad universal y al mismo tiempo sincrética, alegrísima con sus rumbas de cajón y de chancletas de baile, el gran jolgorio del carnaval y las fiestas espontáneas en el seno de la comunidad. Es el puente mitológico entre lo real y lo irreal; está presidida por las encrucijadas: es el Caribe, asegura Miguel Barnet.
Cuba cuenta con más de 11 millones de habitantes, que según la poetisa Nancy Morejón, nos hemos dado a la tarea de crear una nación homogénea a partir de la propia heterogeneidad de la nación, creada por un propósito político más que por cualquier controversia cultural o racial. Somos una mezcla. No nos hemos aculturado a las costumbres españolas o africanas… Nos producimos a nosotros mismos como un pueblo mestizo que ha heredado y sostiene ambos componentes sin ser ya africanos ni españoles, sino sólo cubanos.
Y el cubano es imaginativo, alegre, desprejuiciado. Tiene “chispa”; da muestra de una clara y viva inteligencia. Es amigo de las bromas y las fiestas, y tiene siempre la sonrisa a flor de labios. Es comunicativo y conversador, quizás en exceso, pero sabe vivir también su vida interior. Es hospitalario, instruido, digno. “Abierto al mundo, gustoso de conocer lo nuevo para ajustarlo a su imaginación creadora, unido y unidor desde las revoluciones del siglo pasado, fiel a su experiencia e identidad históricas, desposeído de rasgos xenófobos; así es el cubano que quizás por hallarse en tierra que ha sido, y es, crucero del mundo, piense como Martí que “Patria es Humanidad”. Baila y camina, y canta, canta hondo, al ritmo embrujante de la percusión de la música. Y crea, además, melodías que han recorrido el mundo, tanto o más que las de otros pueblos, pues cada uno se expresa para todos a su manera. No pierde su talante, cualquiera que sea la tarea por hacer, porque sabe que cuanto desea –ser él mismo y no disfraz exótico de otros- se hará, escribe el historiador Julio Le Riverend.